El Viernes Santo pasado en su intervención en el emblemático “Sermón de Las Siete Palabras” el párroco Roberto Martínez tuvo a bien denostar la actividad minera que toma lugar en nuestras tierras. La catalogó como una especie de afrenta al bienestar de la nación cuando ese rubro económico representa más del cuarenta por ciento de nuestras exportaciones y genera alrededor de siete mil empleos directos e indirectos con salarios por encima del promedio.
Entre mediados del siglo XIX y principios del XX más de 40 millones de personas emigraron desde Europa hacia América y Australia. Por sí solo, Estados Unidos recibió más de un 60% de esa migración cuyo principal motor fue, naturalmente, la mejor condición de vida que prometía el país huésped en relación a la realidad que dejaban atrás las personas que se aventuraban a probar suerte en otros continentes.
En la mayoría de los casos, el país de origen del migrante tenía una mayor densidad poblacional que el país huésped, así como un menor salario y más desempleo. Por tanto, la migración que tomó lugar en ese contexto sucedió, en un sentido, por osmosis, dado que el flujo de personas fue desde áreas de alta presión poblacional hacia áreas de menor ocupación demográfica.
Como resultado, muchos de los países europeos que enviaron migrantes – en su mayoría de la clase obrera - hacia otras partes del mundo en el periodo histórico en cuestión, terminaron industrializándose. Es decir, que, al privarse de una gran parte de su clase obrera, países como Suecia se vieron compelidos a transformar sus economías hacia un modelo intensivo en capital y no primordialmente en mano de obra. Esto, a su vez, se tradujo en una convergencia de los salarios y de la tasa de desempleo entre la región exportadora de mano de obra (Europa) y la región importadora de la misma (América y Australia).
Pasando la página a la actualidad en lo que respecta a la dinámica migratoria de la República Dominicana, vemos que sobre el 15% de nuestra población reside en el exterior. Al igual que los europeos que migraron desde su continente hacia el resto del mundo, los migrantes dominicanos son, en su gran mayoría, de la clase trabajadora. Por tanto, República Dominicana, a través de los últimos sesenta años, ha sido privada de una parte significativa de su mano de obra. Este fenómeno, en principio, debió haberse traducido en el desarrollo de un mayor nivel de industrialización en el país como el que experimentaron los suecos ante la gran emigración de sus nacionales hacia Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del XX.
La globalización como hoy la conocemos ha diluido tanto la identidad como la soberanía de los pueblos. Especialmente la de países relativamente pequeños que la han puesto como prioridad sobre su agenda nacional. Uno de los ejemplos más emblemáticos del particular lo vemos del otro lado del charco; en la Unión Europea; donde muchas de las naciones que la conforman se ven compelidas a adherirse a los dictámenes de Bruselas a expensas del mejor interés de los hijos de su tierra.
El pasado jueves 4 de noviembre, en su discurso central en ocasión del sesenta aniversario de la Asociación de Comerciantes e Industriales de Santiago, el expresidente de Guatemala y ex secretario general del Sistema de Integración Centroamericana, Vinicio Cerezo, presentó una visión íntimamente alienada con convicciones nietzscheanas, materialistas y macro-evolucionistas sobre el origen y propósito de la vida. En ese orden presentó al ser humano como un ente capaz de “evolucionar” y convertirse en otra especie. Específicamente en un “dios”. Esa creencia la pronunció con tanta vehemencia y grandilocuencia que muchos miembros de la audiencia al final del discurso se pusieron sobre sus pies para expresar simpatía con lo que él decía. Yo, por mi parte, me quedé sentado, en sobremanera preocupado no solo por el carácter nocivo de la tesis que el expresidente había articulado, sino por el entusiasmo con el cual fue recibida por la élite política y empresarial congregada en El Gran Teatro del Cibao.