La globalización como hoy la conocemos ha diluido tanto la identidad como la soberanía de los pueblos. Especialmente la de países relativamente pequeños que la han puesto como prioridad sobre su agenda nacional. Uno de los ejemplos más emblemáticos del particular lo vemos del otro lado del charco; en la Unión Europea; donde muchas de las naciones que la conforman se ven compelidas a adherirse a los dictámenes de Bruselas a expensas del mejor interés de los hijos de su tierra.
Hoy por hoy países europeos como Polonia y Hungría están siendo seriamente amenazados por los burócratas que operan en la sede de la Unión Europea en Bélgica. Estos quieren que los húngaros y los polacos adopten ciertas políticas federalistas en torno a la regulación de la prensa, la ideología de género y cuestiones relacionadas a su código penal.
Sin embargo, la gran mayoría en sendos países se opone a la implementación de esas medidas. Mientras que bajo un sistema democrático tal oposición mayoritaria debería, en principio, poner freno a esos intentos, la realidad de facto es que el poder institucional de carácter supranacional suplanta la voluntad popular. Esto por el hecho de que, como organismo político regional, la UE tiene recursos lo suficientemente poderosos para implementar su agenda, aunque esta no goce del apoyo de las masas a nivel estatal.
Además de su peso institucional el cual es, en sí mismo, formidable y de gran alcance, la UE cuenta con el apoyo de importantes grupos económicos como el que preside George Soros. Así, implementando su poder de manera concentrada y sistemática, un organismo regional como la UE, erosiona la democracia a nivel local y nacional; generando, de esa manera, un déficit en la representación de la voluntad de los pueblos en torno al establecimiento, diseño e implementación de políticas públicas.
¿Qué quiere decir esto? ¿Qué debemos abandonar los esfuerzos de integración en el plano global para salvaguardar el imperio de la voluntad popular a nivel nacional? En mi opinión, no se trata de abandonarlos, sino de repensarlos e implementarlos de manera orgánica; de lo local a lo nacional; y de lo nacional a lo regional; y de ahí, a lo global. No de lo global a lo local, de manera sintética; soslayando las particularidades y voluntades de las diferentes comunidades. Más específicamente, entiendo que los esfuerzos de integración deben desarrollarse y circunscribirse al aspecto económico primordialmente. De esta manera, el elemento funcional de la integración se constituye en la base de la armonía relacional entre las partes.
Ese fue, de hecho, el espíritu con el cual procedieron los precursores de lo que hoy conocemos como la Unión Europea, que, en sus inicios, después de la Segunda Guerra Mundial, se llamaba la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. La misma fue estructurada en base a la complementariedad económica de los países firmantes que fueron, originalmente, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo, Holanda y Alemania Occidental. Décadas después, bajo el liderazgo de Jacques Delors, la Comunidad Económica Europea se expandió significativamente y pasó a ser, con la firma del Tratado de Maastricht en 1992, la Unión Europea. Bajo ese formato el elemento político del organismo se ha constituido en la punta de lanza del mismo, mientras que el económico se ha convertido en un mecanismo de presión para avanzar la agenda ideológica de la organización. De esa manera, la integración que comenzó como una Europa de estados unidos hoy es, si se quiere, una especie de Estados Unidos de Europa.
Pero ¿por qué el autor de estás líneas estima esa evolución como una erosión de la democracia? Especialmente cuando de este lado del Atlántico tenemos, por ejemplo, una integración bajo el formato de Estados Unidos de Norteamérica; integración que es, a su vez, un país el cual, a pesar de sus falencias, es catalogado como la democracia más exitosa de la historia.
A diferencia de Estados Unidos de Norteamérica, entiendo que el Estados Unidos de Europa puede ser y, en efecto, es una afrenta a las democracias por el gran nivel de heterogeneidad de los pueblos que la conforman. En Estados Unidos de Norteamérica, si bien existen diferencias entre las idiosincrasias de los estados del este, del oeste y del medio-oeste del país, su gente tiene, en gran medida, la misma historia, cultura e idioma. A través de los países que conforman la Unión Europea no existe tal grado de homogeneidad idiomática, histórica y cultural. Por tanto, la hegemonía institucional de la UE como organismo supranacional representa una amenaza a la preponderancia que debe tener la voluntad popular de sus países miembros que son, entre ellos, significativamente heterogéneos.
Para concluir, cabe mencionar que aquí en La Hispaniola, los dominicanos estamos siendo objeto de algo similar a lo que están experimentando los húngaros y los polacos. Poderosas fuerzas foráneas circulan en las venas de la geografía Quisqueyana bajando un suero que el cuerpo societario rechaza; un suero que atenta contra la salud del presente y del futuro de la República Dominicana. Así es, corrientes extranjeras buscan cambiar nuestras buenas costumbres e integrarnos cual si fuésemos uno con Haití, la nación vecina que, a pesar de ser la más cercana a la nuestra geográficamente hablando, es profundamente distinta a nosotros en prácticamente todos los órdenes.
Ahora, más allá de las diferencias, que no quepa duda: los dominicanos amamos y nos solidarizamos con los haitianos. Pero esto dentro del marco de las delimitaciones que deben caracterizar a un vecindario armonioso y organizado. Uno donde cada casa tiene sus reglas; uno donde, sí, los vecinos se ayudan, pero tienen como prioridad número uno el bienestar de los suyos en el territorio que, en derecho, le corresponde a cada uno.