Hace poco alguien me preguntó en un programa de televisión “¿qué quieres decir con economía de la información?” Por los límites de tiempo propios de ese medio, mi repuesta fue sencilla y sucinta. “Con economía de la información quiero decir, nada más y nada menos, que en la economía de hoy día el que más prospera y avanza es el que se desenvuelve con el conocimiento como punta de lanza”. Si bien esa respuesta describe, en cierto modo, una faceta del sistema es preciso profundizar y contextualizar en torno a lo que significa progresar con el conocimiento como fundamento para el éxito empresarial, profesional y social.
En su libro “La riqueza de las naciones” Adam Smith argumenta que a diferencia de lo que opinaban los mercantilistas de su época, la riqueza de un país no se encuentra en sus reservas de oro, ni de diamante, ni de sus dotaciones en otros recursos naturales. La verdadera fortuna de un país, argumenta Smith, se encuentra en su capacidad de producir. Eso es de transformar materias primas en productos con valor agregado. Tal noción del origen de la riqueza emparejada con los conceptos de la mano invisible y la especialización en el uso de los factores de producción marcaron un antes y un después en el modo de ver el mundo.
A pesar de haber sido articulado en el siglo XVIII este razonamiento del economista escocés se relaciona íntimamente con la esencia de la economía de la información que prepondera en la actualidad, particularmente en lo que atañe al origen del valor. Así como Smith determinó que el origen de la riqueza es la capacidad de producción, la capacidad de producción, a su vez, la determina, en gran medida, la información sobre la cual el productor tiene maestría. Dicho de otra forma, la transformación de materia prima en producto acabado con valor agregado demanda la preexistencia de información en la mente del ente que agrega valor. En otras palabras, para agregar valor primero hay que tener un depósito de valor.
Con depósitos de valores tangibles e intangibles en nuestro haber podemos combinar las materias primas de acuerdo al diseño y el proceso desarrollado a partir de cierta información sobre cómo transformar lo bueno en algo mejor. ¿Cómo así transformar lo bueno en algo mejor? Consideremos los colores. Todos y cada uno de ellos son buenos. Mas cuando son combinados y aplicados con la maestría y técnica de una mano prodigiosa como la de Rembrandt o Picasso se constituyen, indudablemente, en algo mejor de lo que eran en su estado primario. Algo similar sucede con la cebolla, el ajo, el limón, la sal y el orégano. Cada uno de estos ingredientes son buenos en su individualidad. Sin embargo, cuando se combinan de acuerdo a las instrucciones de la receta secreta de la abuela se convierten en una salsa cuyo sabor y valor trascienden la suma de las utilidades individuales de cada uno de los ingredientes que la componen.
En lo que respecta específicamente a la economía de la información, la combinación sucede primordialmente con ideas extrapoladas de una diversidad de disciplinas y concatenadas con el fin de producir conocimiento sobre cómo solucionar problemas a través de la aplicación de la ciencia. De hecho, eso es tecnología por definición. La ciencia aplicada de manera pragmática y sistemática. Por tanto, entre otras cosas, la sociedad del conocimiento es una donde la información abstracta se hace objetiva a través de herramientas tecnológicas al servicio de la humanidad. Y hasta aquí llega la profundidad de este artículo. Puedes encontrar más detalles sobre este tema en particular en nuestro más reciente libro “Ideas claras”. Será hasta la próxima con el favor de Dios.