Cuba es un país cuya economía está cambiando gradualmente de un sistema comunista a uno más o menos capitalista. Al estilo chino quizás. El tiempo dirá. Según vaya aumentando el nivel de ingresos en Cuba, aumentará la demanda de productos con mayor valor agregado y disminuirá concomitantemente el consumo de productos inferiores. Con un nivel de ingreso más alto es probable que el cubano promedio demande un automóvil propio para obviar el uso de transporte público. Asimismo preferirá productos frescos sobre productos enlatados. Optará por una lavadora de platos para dejar de fregar con las manos. La mujer preferirá ropa nueva y actualizada sobre la vieja y anticuada que le prestaba la tía Aida. El hombre querrá afeitarse con un aparato electrónico de múltiples navajas en vez de la navaja sencilla que le vendían en la tienda de la esquina. Los niños desearán ir a Disney de vacaciones en vez de ir de excursión a Cienfuegos y comer ajiaco en la casa del tío Pedro. Tales serán las tendencias del pueblo a medida que vaya devengando un mayor ingreso.
Considerando esto el emprendedor que aspira hacer negocios en Cuba debe enfocar sus esfuerzos en posicionarse ante la demanda latente antes de que esta se haga manifiesta. Dado el hecho que Cuba no goza de la infraestructura para la producción en masa de ciertos productos industrializados, el emprendedor que actúa en función de la tendencia antes señalada quizás deba posicionarse inicialmente como importador y distribuidor de estos productos. El gobierno, por su parte, reconociendo la deficiencia infraestructural del país, debe crear condiciones favorables para industrias que desarrollen un mayor valor agregado al insumo de tierra, capital y trabajo. Debe hacer esto sin imponer aranceles prohibitivos a la importación al país de bienes y servicios industrializados.
En la década de los 70 y los 80 esa política se llevó acabo y fue un desastre para América Latina. Ideado por el economista Raúl Prebisch, el programa económico de sustitución de importaciones para la industrialización de economías emergentes no generó el resultado anticipado pues en la ausencia de competencia (importaciones) los productores nacionales nunca llegaron a ser realmente competentes y los consumidores, como consecuencia, salieron perdiendo al no conseguir productos de buena calidad a precios asequibles.
Aprendiendo de esa lección los gobiernos de países con economías emergentes deben ver el libre comercio como un aliado con el cual hay que establecer una relación a largo plazo. En el corto plazo puede que haya un desbalance donde la economía menos desarrollada sea la importadora neta. Sin embargo, en el mediano y largo plazo si el país emergente procede con astucia, responsabilidad y disciplina, la relación comercial con el resto del mundo resultará en una transferencia neta de conocimiento y capital a su aparato productivo nacional. Con ese conocimiento y capital la economía emergente se podría convertir en desarrollada y tener un superávit comercial con sus socios a nivel mundial. Para que no quepa duda del particular, consideremos a Corea del Sur cuyo Producto Interno Bruto era similar al de Venezuela en los 1980 y que hoy por hoy es una de las economías más abiertas y desarrolladas del mundo con un PIB anual que triplica el venezolano. Esto a pesar de que Venezuela es un país mucho más rico en recursos naturales y con vecinos relativamente amigables; vecinos que al menos no amenazan con aniquilarla con armas nucleares como lo hace con Corea del Sur su belicoso y estrepitoso vecino que vive en la planta de arriba y lleva por nombre Corea del Norte.